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La obra se descubre ante el espectador como una visión idílica y, al mismo tiempo, cotidiana del paisaje gallego.
La sensación de profundidad espacial se consigue situando, en un primer plano sombreado, a los esbeltos árboles que rompen con la horizontalidad de una composición clásica y actúan como telón del paisaje de fondo que sorprende por su luminosidad.
La pincelada pequeña, cuidada y minuciosa, reproduce una naturaleza verde y lírica. De su maestro, Muñoz Degrain, hereda el empleo de gamas azules y plateadas con las que la humedad atmosférica se hace tangible. La suave gradación de los tonos fríos es violentada por las delicadas impresiones cálidas de naranjas y rosados que alegran la composición, rompen la férrea dictadura de los verdes transmitiendo sensaciones que van más allá de lo visual.